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Por Leodan Morales
Un parpadeo a destiempo. Así entra el fotón a la pupila. Así se injerta el fantasma en el iris de quien no observa. Son las 3 de la mañana, los pensamientos intrusivos toman turno para acaparar lo que queda de neuronas. Hay un lenguaje especial durante estas horas, verbos que se conjugan en madrugada, acciones que transcurren ante la ilusión de que todo duerme. Estoy atento al ave que descansa en su nido, lo ha construido con cables, huesos y restos de recuerdos implosionados. Duerme inerte, protegiendo lo que le resta de vida. El mito urbano revela que sus plumas son curativas si se infusionan de manera adecuada. Ni ella obsequia su plumaje, ni yo me atrevo a robarle nada de su cuerpo.
Converso con el insomnio, hablamos de las pesadillas suicidas que no habitarán mi psique esta noche. Siempre he sido nocturno; para las caminatas, para el alimento, para la respiración, para las lágrimas que he dejado flotando enfrente de la tienda de zapatos donde ya nada queda. Conté los días trans-aliterados desde mi nacimiento. Conté las canciones, los acordes y las malas vivencias. Conté en varios lenguajes; quizás en alguno los números del reloj se hagan más extensos y el tiempo corra más lento.
Alguien toca a la puerta. Me asomo. Son los nahuales que he alimentado durante décadas. Regresan cada noche por su porción de existencia. Gruñen, danzan, hablan con voces ininteligibles. Llevan con sus falsas manos la ofrenda que les he extendido. Evitarán, con este acto, eclipses catastróficos y la colisión de los montes. Regreso a la mesa sobre la que duermo.
El insomnio me ha dejado otro arcano de cabeza. Me río. Lo cuelgo en el perchero junto son sus compañeros. Extiendo las manos, me deshago de las uñas. Me hago uno con los fantasmas, me hago todo con mi cuerpo. A lo lejos los búhos cantan, están despiertos, están contentos: el sol los ha perdonado y no les arrancó los picos como sucedió con sus ancestros. Entonces nada queda. Transmuto lo que queda de sangre en sacrificio.