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Las metáforas no caben en una noche. Sucumben. Los vitrales tlatilcas bostezan en busca de más gotas de lluvia. Había luna llena. El jardín se sentía abstracto, somnoliento y húmedo. Oz había comprado otros mazos de tarot, coleccionaba presagios aún no nacidos, repetía los símbolos del futuro con las formas del humo de los cigarros. Tomé uno de su cajetilla. Sabía a color azul, como él, como la distancia, como su nombre. El vapor cálido de nuestros alientos conversaba. Hacía poco habíamos caminado por las calles desiertas del barrio. Oz agitaba con su cuerpo la largueza de su gabardina a cada paso. Buscamos una vinatería abierta. 

Lo llevé a donde me conocen, donde me regalan galletas, donde la señora de sonrisa púrpura me saluda cada que la visito de madrugada. No lo vio con buenos ojos. Nadie lo ve con buenos ojos. Quizás sea por su barba, tal vez por sus dedos anillados con cráneos y otros huesos. Es posible que sea por su aroma. El olor letal del limbo que emana de su piel y el sudor que produce. La señora de sonrisa púrpura me mira, me dice con sus iris que sea precavido. Le contesto con mis parpadeos, le digo que no se preocupe, que estoy habituado a caminar por el sendero que Oz representa. Hoy estoy dispuesto al riesgo. Somos una vez en la vida. 

Regresamos tejiendo la noche. Pasamos por encima de los charcos. Me acerco más a él, lo hago intencionalmente. Hoy es mío. Aunque eso sea imposible. Estamos solos. El ronroneo de la combi acompaña la atmósfera interna. Le doy un trago a mi bebida azulada. Él presume una botella de whisky que le han obsequiado. Ya vamos ebrios. Estamos borrachos a causa del tequila con sabor a vainilla que me ha estado sirviendo. Somos una vez en esta noche. 

Ante nosotros se abre la inmensa posibilidad de existirnos. Sólo hablamos. La música sale de su teléfono. Repasamos las canciones de esta historia. El amante de fuego. Ahí donde solíamos gritar. Acompáñame a estar solo. La isla. Hawaii. Pizzigatos. Momento de abril. Bala. Así te gusta nombrarte. Estamos solos. Estamos recargados en estas sillas de metal blanco. Te tengo de frente, vestido de negro, con tu cráneo perfecto, simétrico, carente de cabello. Pesan sobre ti 28 años. Los que dices tener. Los que me niego a creer que tienes. No quiero que envejezcas. Eso me hace más viejo a mí también. Me niego a creer que los años pasan a través de nosotros. 

Recuerdo las maneras en que te he amado. Las ausencias que nos hemos tenido. El jardín nos acontece esta noche. Se rumora que debajo de esta construcción hay cuevas y túneles por donde muchos han escapado. Escapemos. La casa parece vacía. Sólo habitan fantasmas que sonríen y nos miran por los vitrales tlatilcas. Esperan que por fin nos concluyamos. Nada es mágico. Nos guía la casualidad y el deseo de tenernos. 

No te lo he dicho, pero hace muchas noches que dejé de imaginar tu piel desnuda rosando la mía. Claro que me sigues gustando, pero mi obsesión por perderme entre tus pestañas ha desaparecido. Tu manzana de Adán aún me parece la más bella, pero encontré otras, las besé, las lamí, las acaricié y supe así, que no sólo existe la tuya, que no sólo eres tú quien posee una voz gruesa que hipnotiza a quien la escucha. Es cierto, no eres el amor de mi vida. 

Tampoco soy el tuyo. Entonces recuerdas. Algo pasa por tu cabeza, Oz. Una llovizna comienza a bailar sobre nosotros. Te pones de pie. Tomas las cosas de la mesa. Te llevas la botella que hemos dejado a medias. Te llevas los vasos. Te llevas los cigarros. Me miras. Te observo. Me dices que cambiemos de sitio. Nos vamos donde la lluvia no moja. Nos vamos donde las tenues luces nos iluminan. 

Te ves tan guapo, como siempre, como en mis recuerdos, como sólo en este momento puede ser. Te abrazo. Paso mis brazos por debajo de tu gabardina. Acaricio tu espalda, siento el calor que ha quedado atrapado en tu camisa y te abrazo con más fuerza. Recargo mi ser sobre tu pecho y escucho los latidos ebrios de tu corazón. Me fundo en ti. Canto al ritmo de tu respiración. Entonces me abrazas, me cubres con tus brazos, me tocas con tus manos, me acaricias con tus dedos y me acerco más a ti. Inhalo el veneno oculto en tu aroma. Eres cigarro. Eres whisky. Eres las canciones que nos hemos dedicado. Eres los poemas que te he escrito. Eres la contraportada del último disco de tu banda favorita. Eres la lluvia que me moja tu noche. 

Acaricié tu barba. Mis huellas dactilares gemían al contacto de tu rostro. Tomé las cenizas de los cigarros perecidos. Tracé tu tercer ojo. Te pedí que lo abrieras. Me sentí chamán enamorado, listo para dejarte ir, listo para pasar a mi ciclo de nahual sintiente. Tracé otro ojo sobre tu mano. Lo llevaste a tu corazón. Repetiste el conjuro. Regresé a tus brazos. Esta noche era tuyo en misticismo y ritual. 

El eco de los grillos nos acompañaba desde la humedad de las raíces de los árboles. Las enredaderas envidiaron lo cerca y lo acoplado de nuestros cuerpos. La iglesia nos miraba morbosa a través de los árboles que nos separaban del atrio. Te abracé de nuevo. 

El sol se posicionó entre las nubes. Intentó calmar el frío del amanecer. Estaba solo por la calzada. El jardín se había desvanecido. Los vitrales tlatilcas habían regresado a su origen. Te habías esfumado, como la espuma de la mañana, como la pesadilla azulada de toda madrugada. Traía mi jorongo gris y tu boina negra. El aroma de la barbacoa me trajo a la realidad. Era el primero en llegar al puesto. La señora me sonrío. Apenas estaba echando las tortillas para los tacos. Me invitó a sentarme. Sorbí del refresco de manzana. Procedí a morder el taco que ya me habían servido.