Mezquite torcido

Señores de verdad

Por Gustavo Hernández

Una de las cosas más difíciles de ser joven adulto es hablar con los “señores de verdad”. Me he dado cuenta de ello a partir de una bomba de agua, con años sin ser encendida, y de un aljibe vacío. 

Durante nuestros primeros años de vida convivimos todo el tiempo con estos individuos: casi siempre llegaban un sábado por la tarde a nuestra casa, como visita inesperada (y a veces incómoda), mientras nosotros seguíamos en pijama viendo caricaturas. No es hasta entrados en nuestros primeros años de adultez, que nos damos cuenta del conflicto que puede implicar relacionarse con ellos. Es importante aclarar que un señor, o señora, de verdad es un adulto (no necesariamente mayor que uno) con conocimientos específicos en algún oficio, arte, trabajo o cualquier área de la vida donde no tengamos experiencia suficiente para resolver un problema. 

Necesitando de uno de ellos, recibí dos. Ambos sabían combinarse muy bien en su rol de policía bueno y policía malo. Uno decía: es que esta bomba está al exterior, imposible que siga funcionando. El otro respondía: bueno, pero eso es culpa del arquitecto. A partir de dicha experiencia, pude concluir las ideas siguientes: 

Hay reglas básicas para tener una relación funcional con ellos. Dicha relación consiste en: tú explicas el problema y el señor o señora te da la solución adecuada. 

Lo primero es hablarle de usted. No importa si él te tutea, o si te dice: ¿Usted tendrá por ahí una escoba? Existe la posibilidad de que te permita hablarle como a un amigo. Ello depende del tiempo que lleven de conocerse y si él/ella te ha dicho que lo hagas. 

Segunda regla: al hacer chistes, si es que los hace, debe uno mantenerse al margen. No ser más chistoso, ni igual de chistoso. Pero es recomendable hacer uno que otro comentario para entrar más rápido en confianza y para no ser considerado antipático, lo cual es peor que ser mamón. 

Otra regla, o más bien recordatorio: él o ella es la persona experta, no tú. Si tú supieras por qué el grifo gotea, no tendrías al señor moviéndole a las llaves. Si supieras ahuyentar a las hormigas de tus plantas, la señora no te recomendaría poner bicarbonato en el hoyo del hormiguero. 

No subestimemos el poder que tienen estas personas. ¿Uno cómo va a saber si una bomba semi industrial es mejor que una de dos caballos para llevar el agua a su tinaco? ¿Pichancha es una comida típica veracruzana o un río peruano que desemboca en el Amazonas? Bien podrían estar nombrando alguno de los más de quinientos municipios de Oaxaca, mientras te hacen creer que son piezas para echar a andar tu lavadora. Después, cobrarán sus mil pesos de adelantado, te prometerán que volverán (sin darte recibo alguno) y nunca más contestarán tus llamadas desesperadas. 

Señores y señoras de verdad se encuentran en donde menos los esperas. Incluso podrías estar viviendo con uno de ellos. Quizá la maestra que ves todos los días por videollamada sea la señora de verdad para un sobrino que no sabe cómo arreglar su bici. Puede incluso saber por qué la salsa, que intentaste hacer la otra tarde, no duró más de cinco días en tu refri.

Es bueno aprender de ellos. En un futuro tendrás que ser ese señor de verdad (si es que no lo eres ya), respondiendo las preguntas de una persona en sus veintes que, si no sabe qué hacer con su vida, menos va a andar sabiendo que los muebles de madera nunca deben limpiarse con cloro. 

Por último, creo que es pertinente mencionar algunas cuestiones correspondientes al pago de sus servicios: 

Mi abuela, tuvo problemas con su lavadora. Nosotros le recomendamos al experto en línea blanca de confianza, el señor Manuel. Cuando le pregunté cómo le había quedado la lavadora, se quejó del alto precio por el trabajo. Yo le recordé que, antes del señor Manuel, otra persona le había «resuelto» el problema tres veces. Pagó casi lo mismo que a don Manuel y seguía sin poder lavar un solo pantalón. Pues sí era rebueno, mijo, ¿no acabas de decir que arregló la lavadora tres veces? Fue su respuesta ante un planteamiento tan idiota como el mío. 

Al mismo don Manuel, le pagamos con un billete de quinientos la cantidad de cuatrocientos cincuenta pesos. En cuanto vio el billete, una lucecita alumbró su cabeza. Híjole joven, ¿no trairá cambio? Acepté la derrota: Así está bien, don Manuel. Pareció haber hecho la hazaña de su vida por la forma tan amistosa con la que estrujó mi mano al despedirse.