Dibujos en la pared

Dibujos en la pared

Por Cristina Gaona

Tengo que contártelo así porque puede que sea la única manera en que yo misma lo comprenda. Siempre andamos contándonos historias de por qué, cómo o para qué hacemos lo que hacemos, ¿no? Entonces, tengo que contártelo para que me entiendas y yo entienda. Primero, pasé muchas horas pensando en que tenía que verte. Muchas. Estuve haciendo muchas cosas con esas horas, pero siempre pensándote, narrando lo que había pasado y tratando de entender qué y por qué pasó.

Primero, yo estaba en el bar con mis amigos. Sentí que necesitaba aire fresco. Luego, estaba recargada en el marco de la puerta y apareciste. Nos saludamos. No, espera. Antes de eso yo te vi venir y me acordé de la vez anterior que te vi, cuando nos besamos en la fiesta. Esa vez me sentí muy mal porque no tendríamos que habernos besado, pero nos besamos, ¿verdad? Y la historia que me conté a mí misma es que ese beso no valía porque ambos estábamos borrachos. Al menos yo sí, pero me conviene pensar que tú también, que tú estabas más borracho incluso. Así es mejor, porque ese alcohol ficticio diluye nuestras culpas. Era mi cuerpo mandando sobre mi mente, bailando más allá del bien y del mal a sabiendas que danzaba en el fuego. Pasé días oscilando entre la sensación de haber hecho mal y la justificación. Aparte, no lo recordaba bien y ahí puede entrar otra ficción: capaz que no había pasado. Así pude vivir.

En fin, dos semanas después te vi caminando por la calle y me alcanzaste en la puerta del bar. No estaba tan borracha, pero estoy dispuesta a decir que sí. Entonces llegaste y me saludaste. No sé bien qué me dijiste, yo estaba por encender un cigarrillo y luego hiciste un gesto para que te siguiera. No fumé. Te seguí. Llegamos a tu casa y entramos. Me besaste y yo te respondí el beso. Comenzaste a tocarme y a desnudarme porque, en mi obnubilación, me quedé sin voluntad, sin actuar. Ninguno de los dos decía nada. Yo no sabía si seguir o no.

Confieso… Confieso que quería irme, que sentí culpa. Y deseo. Sentía culpa y deseo. Así que puse nuestros destinos en tus manos. Me hiciste sentar en un sofá-cama. Estaba mal, lo sabía, pero quería hacerlo. Sabía que me sentiría mal después, pero quería hacerlo porque era la única manera de que pasara algo, de que pasara eso que ni había pensado. Por eso tenía que pasar, ¿sabes? Me da tristeza que las historias no pasen. Una vez alguien dijo que era mejor arrepentirse de algo que se hizo que de algo que no fue. Te sentaste a mi lado. Tomaste una de mis manos y la llevaste a tu sexo mientras pasabas la lengua por mis pezones. Luego, te paraste y pusiste una mano en mi cabeza. No quería hacerlo, pero negarme habría truncado la narrativa y yo, por alguna razón, quería que esa historia fuera contada a costa de mi tranquilidad. Sentí una punzada en la boca del estómago de puro nervio, como presagio de todo el caos mental que vendría. Después de unos minutos te pusiste un condón, me acostaste y estuviste encima de mí. Ya nos conocíamos y por eso sabía que no tenía que estar ahí, por ellos, por ella… Pero sobre todo, por ellos. Sus presencias inundaban la casa. Los vi, los vi en todas partes: en los dibujos de las paredes, en los libros infantiles de los estantes, en las migajas de galletas sobre la mesa y en los juguetes en el piso. Demonios. ¿Los viste tú? ¿O solo pensaste en tus hijos cuando me sacaste a escondidas de tu casa? Seguro lo hiciste cuando me diste el dinero y dijiste que querías que comprara la pastilla del día siguiente, por si las dudas. Pero, ¿pensaste en ellos cuando estabas dentro mío como lo hice yo?

La verdad es que primero me sentí la más chingona, pensé que yo había ganado porque te cogí y me diste dinero para un taxi que no tomé y una pastilla que no compré. Pero luego la culpa comenzó a consumirme. ¿Tú cómo estabas? Por eso quería verte. Pasé muchas horas pensando en que tenía que verte. Muchas. Fui a clases, a comer con mi amiga y limpié el depa, pero siempre pensándote, narrando lo que había pasado y tratando de entender qué y por qué pasó. ¿Qué te narrabas tú? Quería saberlo.

También quería estar contigo, aunque no debía. La verdad, no sé qué quería, pero pensé que tu presencia podía apaciguar mi ansiedad. Me cansa la ansiedad, me cansa que mi mente nunca para de pensar cosas y, en el momento menos adecuado, mi cuerpo salta, actúa. Te lo cuento porque ya no puedo mentirte y, sobre todo, ya no puedo mentirme. A veces, para sobrevivir a una misma, tenemos que contarnos la historia, salirnos de ella, editarla: creerla. Sobre todo, tenemos que contarnos lo que estamos dispuestas a creer. Argumentar por qué estamos haciendo lo que hacemos es vital, porque cuando una se miente a una misma, las intenciones son lo que cuenta. Disfrazar las intenciones, pues.

Lo sé, no debí venir, pero todas estas noches me he estado diciendo lo que quiero creer de mí misma, y luego punzada en el pecho me regresa a la realidad. Fue con esa misma punzada con la que tomé la cartera, las llaves y salí apresurada a la calle. Fue otro de esos momentos en los que mi cuerpo se mueve más rápido que mi mente, que es más veloz que la prudencia. Muchos de esos momentos me han llevado a sitios horribles. Tomé un taxi que me dejó en un parque cerca de tu casa y luego caminé hasta dar con tu portón. Una parte de mí no quería que estuvieras y que el desplazamiento le diera todo el sentido que necesitaba que tuviera esto. Por más que intenté pensar en que no había pasado, sé que sí pasó, sé que fue real. Y eso también volvía real el beso de la fiesta anterior porque de otro modo no habrías tenido la seguridad de que te iba a seguir. Y aquí estoy, magnetizada por ti, movida por la culpa y la ansiedad.

Lo sé, no debí venir. Me lo voy a repetir muchas veces, toda la vida. Dios mío, ¿qué pasó? ¿Qué hicimos? Yo… Yo no puedo más. Sentí mucha ira y mucho miedo. Perdóname, perdón. ¿Crees que ellos lo entenderían si les dijera? No. Creo que es mejor que no lo sepan. Es que, si no hubieras estado, si hubiera estado ella. Si hubiera estado ella, le habría dicho, ¿sabes? Creo que eso era lo que yo quería que pasara realmente. Decirle no habría expiado mi culpa, pero le habría dado equilibrio a la maldad de este microuniverso. No sé, estoy segura de que yo no fui la única y entonces ella lo habría inferido y habría tomado sus propias decisiones. Te habría dejado, te habría demandado. A lo mejor me habría abofeteado, pero le habría dicho que si te demandaba estaba dispuesta a testificar en tu contra. No sé lo que digo, yo ni sé cómo son los juicios. Y bueno, al final resulta que estabas tú, y solo, además. No debiste decirme que me fuera así nada más. No te había hablado desde aquella noche e intentar cerrarme así la puerta en la cara fue muy grosero de tu parte. Te lo dije: mi cuerpo a veces responde por sí mismo y me lleva a lugares terribles, pero nunca habría brincado al abismo hasta que hiciste eso. Por eso te empujé. Por eso te golpeé. Ni sabías a qué había ido y me corriste. Pero bueno, ¿cómo pedirte el mínimo de decencia después de lo que hicimos?

Tenía otra fantasía. En ella me abrías la puerta, te sorprendías de verme y me decías que pasara. Nos sentábamos en el comedor, que ahora tendría que estar limpio, y me explicarías que tu esposa y los niños están de vacaciones. Me ofrecerías agua, o quizás no, no es importante. Entonces me preguntabas a qué había ido y te contaría todos mis sentimientos. Me calmarías y entonces habría otros relatos. No sé, a lo mejor me dirías que no pasaba nada, que ella sabía y te permitía tener aventuras porque ella también las tenía y ese era su consenso. O puede que no, podrías haberme dicho el clásico “Seguimos juntos por los niños” y eso igual habría colmado esta angustia. También podría ser que me dijeras que estaba confundida y me explicarías que estaba tan borracha que me resguardaste en tu casa hasta que me recuperé y, para evitar malos entendidos con tu amada familia, me sacaste temprano y me diste para el taxi. ¡Claro! ¿Y lo de las pastillas qué? Todas estas posibilidades son absurdas y no tendrían sentido. De todos modos, ni siquiera existió la posibilidad de que eso fuera dicho. La historia, la verdadera, es que me cerraste la puerta en la cara y todo lo vi en rojo. Y luego no recuerdo nada… Aquí estamos. Bueno, tú ya no y no sé qué hacer con esto. ¿Qué mentira puedo decirme a mí misma sobre esto? Lo que acaba de pasar, lo que acabo de hacer… No lo puedo creer.