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Te traje el poema. Debiste mandarlo por correo. Traje metáforas, rimas inconclusas, líneas desbaratadas, palabras inventadas, pinceles… Debiste mandarlas por correo, hoy termino tarde la clase, a esa hora quizás ya estén dormidas. Traje verde crayola, verde tinta, verde plumón, verde musgo, verde moho, verde pantano, verde atardecer, verde salsa, verde conjuro. Las fotos me gustaron, nunca me había visto en blanco y negro. Traje verde madera, verde papelería, verde nostalgia, verde podrido, verde moretón, verde semáforo, verde bandera, verde canción. Creo que nos da tiempo de ir por unos tacos, de los que venden afuera de la universidad, el arroz que le ponen tiene un sabor… Sólo me alcanza para comprar dos. Solo me alcanza para comprar 2.
El contraste entre el blanco del unicel y el pasto recién cortado era claro, los aromas eran imposibles de mezclarse a pesar de la luna llena de la noche anterior; las manos grandes de Javier se deslizan con soltura por el aire espeso del bosque citadino de las jardineras de la universidad, había algo en su barba y en su voz que lo volvía loco. Eran los dos.
Me encontré escuchándolo, como se oye al silencio, con cuidado, evitando romperlo con cualquier sonido innecesario. Su pecho peludo, teñido de tintes castaños de cafés deslavados, emitían poemas en lenguas carnosas e incomprendidas. El tiempo corría, como todos los días, como las películas en las salas de cine; fue en el teatro, viendo una función de cualquier muestra francesa, que sentí su rodilla chocar contra la mía; mi piel leía los subtítulos emitidos a través de su ropa; estaba nervioso, estaba seguro, yo también temblaba de los nervios.
Traje la guitarra. Vamos primero por la comida. Pasamos por un agua de coco. También por un helado. Estoy seguro que eran sus manos, el perfecto agarre de su pulgar a los objetos, era eso: los nudillos, las venas, las formas, las líneas, el largo de sus uñas para tocar las cuerdas de la guitarra; era su manzana de adán, subiendo y bajando, almacenando palabras, sobresaliendo por su cuello, protuberancia mágica, misteriosa y acuosa; era su barba mal recortada; eran los vellos sobresaliendo por los bordes de su playera verde pistache; eran sus piernas marcadas y ocultas por la mezclilla de sus pantalones. Era más que eso. Eran sus ojos, son sus ojos verdes los que me hipnotizaron, los que me volvieron loco, los que me enamoraron con cada parpadeo, con cada guiño; era mi Nahui Olin reencarnada en el cuerpo de Javier, era el eco de ambas miradas viajando en un solo tiempo, el enunciado de nuestro encuentro fortuito y mal planeado.
Javier llegó temprano, quizás no había tenido clase, caminó hasta el salón donde estaba Leo, lo miró por la ventana, sus ojos se encontraron y ambos sonrieron. Javier se sentó en un árbol cercano, llevaba la guitarra como lo había prometido. Leo lo miraba de reojo, había dejado de poner atención a la clase, solo escuchaba la voz del profesor, no entendía nada, no le importaba comprenderlo, su mente estaba en el árbol, sintiendo la espalda de Javier; su mente estaba en la tierra, sintiendo las nalgas y las piernas de Javier; su mente estaba ahí, a unos metros, dispersa, ausente, enamorada.
Traté de componer una canción. Traté de escribir un nuevo cuento. Si me voy más tarde, ya no alcanzo el camión. Te acompaño, me quedo hasta que pase tu camión. Te quedas hasta que pase mi camión, antes de que den las siete de la noche, antes de que no pueda llegar, antes que las puertas de casa estén cerradas, antes de que me termine de enamorar. Los árboles marcaban una historia peculiar, unos capítulos ambiguos escritos desde sus hojas y por sus tallos: quería agarrar la parranda con él, perdernos en un baile guapachoso, haciéndonos el amor en una pista de baile, en una cumbia casi infinita que narrara esta extrañeza que estábamos viviendo. Te mando esta canción. La escucho cuando haya llegado a casa.
Resonó la melodía en tonalidades verdes, escrita en otro continente, lanzada a la existencia sin pretender algún día ser la esencia de Javier, de la historia, de dos vidas entretejidas, despiadadas y despedidas. Se lo confesé mientras comíamos rebanadas de pizza; se lo confesé mientras miraba los poros de sus manos; se lo confesé mientras imaginaba el sabor seco de sus labios partidos; se lo confesé de maneras sutiles, secretas, susurradas. El designio, el designio se había cumplido: la cuerda de la guitarra, rota en sonido y tensión, era el pronóstico acertado del inconcluso capítulo. Entonces, le dediqué otra canción.