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Miré las cucarachas bajar por la pared. Querían leer poesía. Movieron sus antenas ante el ritmo insatisfactorio de mis versos. Querían conocer la historia. Les pregunté si acaso sus ojos interpretaban el color verde. Asintieron en coro. Un coro de cucarachas. Un canto de cucarachas. Una melodía de cucarachas. Mostraron sus alas. Les pedí que no volaran por la habitación. Les tenía fobia desde el incidente en San Juan. Desplegaron sus alas desde el incidente en San Juan. 

El 24 de junio llueve mucho en el pueblo. No era solo un dicho de mi abuela. Ese día me la pasé juntando agua para todo el año. Era agua milagrosa. Agua santa y divina para curar los males del corazón y del cuerpo. Había que bañarse usando listones rojos y listones morados amarrados en las articulaciones para que el remedio funcionara. Había que bañarse con el agua de la lluvia, salpicarse los pies con el lodo que se iba formando. Había que lavarse las partes que dolían. Anda, L, lávate bien ahí donde late el corazón, si se te quiebra, sanará más rápido, sanará siempre; porque las aguas de San Juan ya lo lavaron, ya lo quisieron. 

L miraba a su abuela agitando las trenzas bajo la lluvia. Ya todo estaba desbordado. Las ollas, las jícaras, las cubetas, los tambos, los vasos, los platos estaban llenos de agua. Desde entonces las cucarachas desplegaron sus alas. Siempre fui un niño miedoso, miedoso de lo que dirían por mirarme diferente. Mi madre lo sabía, mi lenguaje era otro. Las cucarachas lo sabían, nuestro lenguaje era otro. 

Las casas de lámina me daban miedo, el eco de las gotas golpeando el techo metálico me abrumaba. Sentía que la furia del cielo iba cayendo sobre nuestros cuerpos. Estaba molesto. No, L, el cielo no está molesto, nos está bendiciendo como cada año, la bendición es grande, por eso se siente pesada y violenta. Mañana no habrá nubes, hoy vienen a llorarnos de felicidad; anda, báñate bien, lávate bien y no desates los listones que te puse. Báñate mirando al cielo, báñate y deja que las gotas laven las lágrimas que vas a llorar, para que sean menos, para que sean pocas. No te asustes, L, todos vamos a sufrir cuando la vida avance, pero no te asustes, que las gotas de San Juan vinieron para que tus lágrimas sean menos. 

Ané, mis pies están llenos de lodo, Ané. El agua está fría, Ané. Los listones aprietan, Ané. La lluvia no paraba hasta el primer bostezo de la luna. La lluvia se llevó las piedras, se las llevó al río, para desgastarlas, para darles poder con la corriente del agua que baja de los cerros. Esos son los amuletos. La lluvia no para hasta que los sapos cantan, y los sapos están cantando, los sapos salieron de la maleza para reclamar el aire frío de la noche como suyo. Los grillos escapan de ellos haciendo sonar sus patas, burlándose porque ellos saltan rápido y más alto. Los grillos quieren alcanzar las ventanas de las casas, pero los abuelos las hicieron altas para que los grillos no entren, para que los grillos no despierten a los santos que se han quedado dormidos. 

La lluvia no para hasta que Ané prende la primera veladora a San Juan. L, pásame la cera que prendimos anoche, traétela con cuidado, no vayas a quemarte que las gotas ya están amarillas y muy calientes. L corrió descalzo por el suelo de polvo, sentía su cuerpo húmedo por tanta lluvia, se había secado junto al fogón que Ané había prendido. La casa olía a café y pan. L tenía hambre, pero primero debían prender la veladora a San Juan. L llevó la cera amarilla con cuidado, dejó tiradas unas gotas por el camino, la tierra las absorbió, las digirió, las hizo suyas y las guardó. Cuando fuera necesario un milagro, las haría brotar. L entregó la cera amarilla a Ané, la cera cambió de color, se hizo más ella, menos terrenal, más divina, menos humana; si es que alguna vez lo fue. 

Las cucarachas desplegaron las alas desde el incidente de San Juan. Ané prendió la primera vela al santo de las lluvias. Las gotas aminoraron, se estaban marchando, habían hecho su visita y su trabajo. L se asomó por la ventana alta que los abuelos habían hecho. Las gotas subían, las gotas regresaban al cielo, el agua de los charcos subía a las nubes; el agua que había llovido y no se había guardado, subía como gotas de regreso a casa. Los grillos se aferraban a las gotas, querían alcanzar los destinos que no les correspondían, subían cantando mientras los sapos cumplían su designio devorándolos. 

Los grillos no tenían que alcanzar la bóveda del pueblo, los grillos no tenían que llegar a las ventanas altas hechas por los abuelos, los grillos no tenían que estar en las cabezas, ni en los rebozos, ni en las trenzas, los grillos no tenían que susurrar en los oídos de los habitantes del pueblo; por eso los sapos los devoraban mientras se aferraban a las gotas que subían. L escuchaba el eco amortiguado del último canto de los grillos antes de morir. Un sapo se distrajo. Miró hacía otro lado. El sapo saltó, regresó la mirada a sus presas. 

Las cucarachas desplegaron sus alas desde el incidente de San Juan. Las gotas habían escapado. Los grillos alcanzaron la ventana alta hecha por los abuelos. Los grillos alcanzaron a L. Ané, los grillos me muerden. Ané, las mordidas de los grillos duelen. Las lenguas violinistas de los insectos buscaban el agua de San Juan filtrada por los poros de L. Querían beberla, alimentarse, absorberla del cuerpo de L y transformarse. L gritaba. Los grillos se aferraban a su piel. Los grillos succionaban. 

Las cucarachas desplegaron sus alas. Las cucarachas, las asquerosas cucarachas volaron hacía L. Sus alas crujían, sus antenas se movían. Ané, las cucarachas, Ané. Las cucarachas caminaban por el cuerpo de L, buscando los grillos. Las cucarachas devoraron los grillos. Ané encontró a L tirado en el suelo, llorando, lleno de cucarachas. L odia las patas de las cucarachas caminando por su cuerpo. L odia el sonido de las bocas crujiendo…

Ané: nunca fue parte del ritual, las cucarachas solo lo protegieron

Ané: el ritual nunca fue parte, solo lo protegieron las cucarachas 

Ellas seguían bajando por la pared. Querían leer los versos verdes. Me siguen desde el incidente de San Juan. Es cierto, las odio. Pero ellas siempre están, en todos lados, esperando el momento de desplegar sus alas, de leer poesía, de recibir su ofrenda cada 24 de mes. No eran parte del ritual, mas se han vuelto ritual. Mi abuela me dijo que les debía dar agua de San Juan; no la de mi cuerpo, si no de la que llueve allá en el pueblo. 

Tengo guardadas muchas botellas, pero ellas siempre observan, a toda hora, desde cualquier rincón… y ahora bajan, porque también quieren conocer la historia verde, revivirla, masticarla, protegerme. Pero ni sus bocas ni el agua de San Juan ni las gotas de mi cuerpo me han curado, mi abuela me mintió, no curan todo, no lo curan. No me han curado. Y ellas siguen aquí, las escucho parpadear.