Tesis
Cristina Gaona
Se me ocurrió un día que quizás, para terminar la tesis, tendría que salir al campo. El ruido de la casa, de la biblioteca y de la ciudad me enloquecían y no podía más. Me urgía entregar el trabajo y titularme; si no me apuraba, en lugar de aumentarme el sueldo le ofrecerían el trabajo a alguien que tuviera no la capacidad de hacer, sino los papeles para decir que sí.
Decidida, agarré mis cosas y me subí al suburbano, me bajé en la parada en la carretera y caminé. Atravesé la pequeña comunidad y me interné en la sierra. Para estas fechas, el clima era fresco, cómodo. En cuanto comencé el camino me di cuenta de que definitivamente lo lograría: aquí acabaría de escribir. Sin embargo, en esa primera excursión no pude encontrar el sitio adecuado para sentarme y hacerlo. Quizás era demasiado silencioso, aunque la sensación placentera que sentí al estar ahí me animaron a intentarlo al día siguiente.
A la mañana siguiente fui a la biblioteca y saqué unos cuantos trabajos de tesis anteriores sobre la propiedad intelectual para inspirarme, subí al suburbano y me interné en la sierra. Mientras encontraba un sitio para trabajar vino a mí la primera de las ideas que regirían este periplo: podía tomar partes de las tesis que tenía en la mochila y unirlas en una sola. Parece irónico, pero no lo es. Sé que no es honesto, pero estaba desesperada y un ultimátum pendía sobre mi cabeza cual guillotina.
La segunda genialidad vino cuando lo encontré. No te asustes, sé que parece una locura, pero encontré un sitio donde el oreo acariciaba mis mejillas con dulzura y me refrescaba la piel. Entonces lo vi a él, con su rostro como dormido y su cabello ondeando con el viento. No te mentiré, pero al principio sí me dio un poco de miedo. Luego vi paz en su rostro y, aunque no dijera nada, supe que estaba descansando. Quién sabe las cosas que tuvo que pasar el pobre. Con mucho respeto me acerqué y cuando noté que mi presencia no le importunaba, me senté sobre la hierba que estaba bajo sus pies. Me sentí cómoda también y, tras unos minutos inhalando con profundidad la claridad del aire, saqué mis cosas de la mochila y me puse a trabajar. Nuestro silencio era precioso, era cómplice, nos acompañamos muchas horas. Lo único que rompía la quietud era una que otra ave a lo lejos.
Leí muchísimo y con paz, así que decidí volver al día siguiente. Para mi fortuna, él seguía ahí. Fui dichosa. De nuevo, me senté y saqué mis cosas para leer y seleccionar. Yo le decía, en los momentos en que sentía esa incómoda necesidad de escuchar mi propia voz, que sentía que era como el doctor Frankenstein y estaba haciendo no un monstruo, sino algo bello. Bueno, el doctor también pensaba en armar algo que resultó ser un monstruo, así que no sabía muy bien cómo pararía todo. Yo solo robaba capítulos de tesis y las flores crecían bajo mis pies con el sol en la cara al mediodía. ¿Quién podría darse cuenta? Además, este método tiene mucho de científico porque hay que lograr que cada parte funcione, que cada cosa esté en su sitio de manera adecuada y se articule funcionalmente. Yo le preguntaba a él qué pensaba, pero no decía nada. Como dicen que el que calla otorga, asumí que todo estaba bien.
Junté muchos retazos de textos y pude hacer el mío propio. Decidí enunciarlo así: mío. Esto que había estado haciendo me pertenecía, yo lo estructuré. Le preguntaba y él parecía asentir, así que tenía su consentimiento. ¿Cómo no creerle a alguien cuyo pasado, de tan misterioso, era tan puro? Además, ¿iban a reclamarme a mí juntar conocimientos y voces antiguas cuando de esto mismo está construido el saber? Creo que lo más terrible que podría decirse de mi trabajo es que era un pastiche o un collage, pero encontrar las partes precisas, los párrafos justos, las citas adecuadas y unirlas de tal forma que nadie lo note es un arte en sí mismo. Hay que tener mucho cuidado de colocar las costuras de tal modo que sean imperceptibles, que no se identifique dónde comienza y donde inicia el dedo de una autora, la pierna de un crítico, los ojos de los escritores. Él tenía otro arte: le coqueteaba al viento y al balanceo de su cuerpo, hacia melodías con la rama y la soga.
Fue un mes placentero, pero comenzó a oler mal. Me invadió una tremenda tristeza. Después de tantas disertaciones sobre qué fragmentos podrían quedar y cuáles no, luego de tantas tardes lindas viendo las flores crecer y el árbol poblándose de pequeños animales, las hormigas comenzaron a subir el tronco, voraces. Y el rostro de mi amigo ya no parecía dormir. Otra cosa que me hacía sufrir, aunque era una victoria, es que mi trabajo de zurcido y remiendo de tesis estaba llegando a su fin.
No hay muchas posibilidades. Por supuesto, llevarlo conmigo no era opción. Podría avisarle a alguien que estaba ahí, pero sería traición: él escogió ese sitio para estar solo y, si acaso, conmigo. Ahora que acabe la tesis, plagiada, pero terminada al fin, tendré que volver a la vida normal. No me malinterprentes: amo mi vida, mi trabajo y lo que hago, pero amo más estar aquí con él. Y sí, pensé también en tomar mi propia soga y acompañarnos en un silencio perpetuo, balanceándonos eternamente bajo el suave cobijo del viento y la lluvia. Pero su proceso está más avanzado; él se iría y no sabría cómo hacer para que mi materia le alcanzase. Además, no sé qué hacía él antes, pero no le han buscado y seguro a mí sí me rastrearían. Nos encontrarían y romperían esta inmensa paz. El tiempo me juega en contra y mientras intento alejar las moscas de sus dedos y las aves de sus ojos, la tesis también avanza inminentemente.