Mezquite torcido

Despidiendo un cine: lugares que ya no son

Por Gustavo Hernández

El tiempo pasa y las cosas cambian. Es lo que me gustaría pensar cada vez que se anuncia de forma alarmante el cierre de cierto lugar que visito, o que durante algún tiempo visité recurrentemente. Me pasó así hace algunas semanas, con un cine de una ciudad en la cual no vivo, pero que, por circunstancias de la vida, visito con bastante regularidad.

¡El cine de tal plaza cierra sus puertas!, se advertía en una noticia compartida en uno de esos grupos de Facebook que suelen llamarse “Cuevano tierra de nadie” o “Grupo de COMPRA-VENTA de coches usados LeónGto”. Se leía en el portal del diario que el cine cerraría sus puertas debido a la venta de toda la plaza a unos empresarios chinos. Podría no importar la nacionalidad de los compradores, pero por alguna extraña razón, siempre que son chinos, los comentarios en las publicaciones suelen ser más xenófobos que de costumbre. Como si estuviéramos en 1911 y esto fuera Torreón.

Bien podría pensarse que ya nadie iba a ese cine. En realidad, era un lugar bastante concurrido, sobre todo los fines de semana. Me tocó verlo atiborrado en el verano durante el Barbenheimer, así como cuando pusieron los conciertos de Taylor Swift o cuando se estrenó la décima parte de los Minions; es decir, tenía la misma asistencia que cualquier otro cine de cadena.

Como todos unos románticos, mi novia y yo fuimos a despedir el recinto. Todo parecía normal en el lugar; la plaza no es pequeña, pero su supervivencia depende sí o sí del cine. Los pocos y pequeños negocios probablemente no sobrevivan al cierre de las salas.

Escuchamos a una persona preguntar por la noticia a una empleada, que dijo no poder comentar nada al respecto. Con eso dijo todo. Después, realizando nuestras propias investigaciones (la mamá de mi novia preguntó a otro trabajador), descubrimos que ni los empleados sabían qué iba a pasar con el cine. No hubo ninguna otra cosa extraña durante la proyección de la película. Al día siguiente vimos una foto de la entrada del lugar con unos globos azules y un “gracias” en letras amarillas. La confirmación en forma de agradecimiento.

La cosa es peor cuando la clausura del lugar viene sin previo aviso. Así sucede siempre en Guanajuato capital. No importa si se trata de un bar, un café, restaurante, librería o verdulería, éstas están destinadas a desaparecer de un día para otro.

No es casualidad que el lugar del que más me ha dolido su fin haya sido el de un cine. Viniendo de una ciudad donde no había grandes espacios para la cultura, llegar a Guanajuato fue descubrir un mundo nuevo, lleno de espacios en donde aprender más. Uno de estos fue el Cine la Mina, que se encontraba muy cerca de mi entonces facultad.

Me sigue pareciendo increíble que existiese un cine pequeño en el que se proyectaban películas que nunca vi en cartelera en mi ciudad, ya fuesen estrenos o películas de años anteriores. Además, creo que podías pasarte ahí todo el día viendo películas y comiendo palomitas de distintos sabores. Era un lugar de ensueño, en donde también se dio apoyo a los estudiantes durante el paro estudiantil del 2019.

La pandemia terminó con aquel lugar que llegué a sentir como parte de mí. Recuerdo que empezaron a vender los posters que adornaban las paredes del lugar, también el equipo para proyecciones y demás cosas. Desde mi casa pude ver la caída de uno de mis lugares favoritos en Guanajuato. Por fortuna, el Cine la Mina sigue realizando proyecciones, aunque ya no en un lugar exclusivo para ello. Ahora también en distintos lugares del estado, un trabajo importante para la descentralización de la cultura, algo que mi yo más joven hubiese agradecido mucho.

En vacaciones, acompañé a mi papá a una peluquería ubicada en una plaza a la cual mi mamá y yo íbamos diario hace más de diez años, pero que ya no visito ni por error. Mientras él esperaba su turno, yo me fui a dar una vuelta para ver qué tanto seguía pareciéndose al lugar de mis recuerdos de infancia.

Lo primero de lo que uno se da cuenta cuando visita lugares de la infancia es que todo le parece mucho más pequeño. Tanto las bancas, como las mesas de la zona de comida; los locales parecían haberse encogido. Me sorprendió que, de los diez locales que había, por lo menos cinco seguían vendiendo lo mismo: pizza, comida china, nieves, comida naturista y un café.

La cosa es que, no solo se extraña el lugar físico cuando algo cierra o cambia, uno extraña también a la gente que se va con el lugar. Sentí esto cuando pasé frente a una tienda de revistas que frecuentaba una vez a la semana, para comprar mi número de una revista infantil/prejuvenil llamada Big Bang. Nunca había pensado que esa revista me ayudó a agarrar el gusto por la lectura y datos inútiles que cada vez recuerdo menos. El señor que atendía el lugar, ya con canas y lentes, era amable y siempre estaba dispuesto a ayudar. Ahora ya no hay ni señor, ni revistas, ni nada. Es un local vacío que acumula polvo y bichos muertos en el piso, solo esperando a ser vuelto a ocupar o para ser vendido a un grupo de inversionistas chinos.