Un día cualquiera

Un día cualquiera

Por Nanuz

1. Después de meses de incertidumbre, Karla por fin tenía una entrevista de trabajo. Le parecía informal que la cita fuera en un restaurante, pero la oficina para la que estaba postulando tenía jefes jóvenes, por lo que entendía que podía ser parte de la dinámica. Buscó entre su ropa algo que indicara que era un adulto responsable, aunque nunca se había sentido así. Encontró un conjunto color azul que seguro la hacía ver diez años mayor, pero quizá también aparentaba que tenía todo bajo control. 

Antes de irse, revisó el periódico, sus amigos se burlaban porque “ya todo está en internet”, pero sentía un mayor compromiso a leer las noticias cuando estaban impresas, sobre todo porque pagaba una mensualidad para que le llegara todos los días a la puerta de su casa. Robos, asaltos, choques, reuniones de políticos, parecía ser lo mismo de siempre hasta que reparó en la fotografía de uno de los tantos robos. Era de una cámara de seguridad mostrando a un joven alto y delgado, con una gorra azul y una playera deslavada de Mötley Crüe. Le pareció familiar y, después de unos segundos, recordó haberle visto esa pinta a uno de sus vecinos, esos de la casa ruidosa. Probablemente era una coincidencia de vestuario. 

Después de pensar en ese chico del periódico, se recogió el pelo, tomó sus llaves y salió. Conforme se acercaba al lugar se sentía más nerviosa, ¿y si no daba el ancho?, su cabeza empezó a crear diversos escenarios, la mayoría negativos, pero esto no duró mucho pues al llegar al restaurante vio a una señora de lentes, cabello corto y vestimenta que pretendía lucir casual, pero daba la impresión de ser costosa. Cuando cruzaron miradas le invitó a sentarse con ella. 

¿Quieres un café? le dijo mientras estrechaba su mano y señalaba la silla. Karla tomó asiento. 

Sí, gracias.

La encargada de entrevistarla dirigió la conversación, como era de esperarse, y comenzó a preguntarle sobre su experiencia, las áreas en las que se desarrollaba y por qué estaba interesada en ese puesto. Karla había practicado varias veces frente al espejo y notó cómo poco a poco los nervios se desvanecieron. Platicaron sobre esto y sobre aquello, y cuando fue momento de pedir la cuenta, la reclutadora le sonrió. 

Voy a necesitar tus documentos. Empiezas el lunes. 

¡Los documentos! Karla había salido tan rápido, con su joven vecino en la cabeza, que había olvidado los documentos. 

2. El lugar se llenó de policías. Era un callejón muy estrecho y no lograba recordar un día en que hubiera habido tanta gente. Por fin lo habían capturado, para bien o para mal, y, esposado, lo dirigieron hacia la calle más cercana, donde un convoy de policías lo esperaba para trasladarlo a la cárcel del estado. Parecía que a quien detenían era al más grande capo de la ciudad, sin embargo no era más que un delincuente de poca monta. 

Eso no detuvo a Elías, su hermano menor, quien cegado de furia corrió al cuarto de su padre y robó su pistola, que convenientemente tenía un silenciador. Nunca se habían preguntado en qué trabajaba su padre, o quizá sí, pero cada que le hacían saber sus dudas, éste terminaba volteándoles la cara con una fuerte cachetada. Tal vez esa era la única razón de que llevara ese grande anillo en el dedo medio. 

Después de revisar que el arma estuviera cargada, cosa que había aprendido a hacer con los amigos de su hermano, Elías corrió callejón abajo para cobrar venganza, ¿cuál era su plan? No tenía uno, cuando eres un niño es más difícil reflexionar y pensar con la cabeza fría. Además, no tenía tiempo para eso. 

El convoy se sentía tan confiado y protegido que no tomó las medidas necesarias para desalojar a los curiosos que se encontraban presenciando la escena. Entre aquellas personas estaba un camión escolar repleto de las niñas del colegio Sor Juana, que más que curiosas, esperaban asustadas que el camión avanzara, pero la detención había provocado un tráfico infernal, y aunque estaban asustadas, no tenían ni idea de que el infierno apenas comenzaba. Elías apareció en la calle segundos después de que el convoy se alejara y le arrebatara a su hermano, lleno de impotencia e ira, se recargó en la pared y se dejó caer al piso al tiempo que gritaba y lloraba. Sé que estarán de acuerdo conmigo si les digo que ningún niño debería vivir esto. Pero Elías lo vivió, y no podía permitir que el dolor sólo lo consumiera a él. Se levantó y se acercó decidido al tráfico, levantó el arma y sin pensarlo apuntó hacia el primer vehículo que vio. Y ese primer vehículo era el autobús donde viajaban las niñas. Una, dos, tres, cuatro detonaciones. A la pistola aún le quedaban balas. Cinco. No tenía idea de a quién estaba apuntando ni si lo estaba haciendo bien, sólo sabía que, a diferencia de lo que pensaba, le hacía sentir más enojado. 

Cuando las lágrimas cayeron y la vista borrosa cesó, Elías y quienes se encontraban alrededor pudieron observar a las niñas colgadas de las ventanas del autobús, parecían dormidas, pero el río de sangre que desembocaba cerca de las llantas nos dejaba claro que no lo estaban. La gente gritaba, algunos corrían, a lo lejos se veía gente usando el celular, me gustaría decir que para llamar a la policía, pero la mayoría estaban grabando la terrible escena. Desensibilizados, la violencia se había metido tan de lleno en sus vidas que ya era “lo normal”. Un niño atacando un camión repleto de niñas era razón suficiente para desbloquear el celular, acceder a la cámara y presionar el círculo rojo. 

¿Por qué el chófer no acelera? gritaba una señora a lo lejos cuando los autos comenzaron a avanzar. 

Alguien se acercó a reclamarle al conductor por seguir poniendo en riesgo la vida de las niñas que seguían en el camión, una de las balas había impactado contra la puerta y ahora estaban atoradas, era imposible salir por las ventanas sin tener que sortear los pequeños cadáveres a su paso, y a las niñas sólo les quedaba llorar. Cuando vieron al chófer, la escena se volvió peor, si es que eso era posible. 

Está muerto. El chófer está muerto gritó aquél curioso que se había acercado al camión. Elías había permanecido completamente quieto los últimos minutos, no estoy segura si observaba con arrepentimiento la escena, o si por el contrario, tomaba fuerzas para volver a atacar. Lo que sí sé es que una de las niñas del autobús, morena y con dos trenzas adornadas por un par de moños azules, le levantó el dedo medio y le dedicó una sonrisa burlona, que quizá sería más exacto describirla como aterrada, porque sus ojos cafés, que casi parecían negros, no podían mentir, estaban vidriosos y las lágrimas corrían sin que ella pudiera hacer nada al respecto. 

Elías enfureció y cargó la pistola, mientras miraba fijamente a la niña que seguía mostrándole el dedo medio, el mismo de aquél anillo que le había provocado tantos moretones. Una chica que había tomado ese camino a casa, para buena o mala suerte, corrió hacia él sin pensarlo demasiado. Lo tacleó y forcejeó con él hasta quitarle la pistola. Se quedó quieta un momento, como congelada, no tenía idea que alguien tan pequeño pudiera tener tanta fuerza, lo miró y no pudo evitar pensar en qué pudo orillar a un niño a cometer ese acto tan atroz, pero no tenía tiempo de lamentarse, así que le dirigió una mirada compasiva a Elías y se alejó corriendo, pensando quizá en qué haría ahora con esa pistola.